CARTA A UN JOVEN PROFESOR

domingo, 15 de marzo de 2015
Nueva reseña de un recomendable libro tanto para profesores nóveles como para aquellos más experimentados: "Carta a un joven profesor. Por qué enseñar hoy". Se trata de un libro de Philippe Meirieu, docente francés, editado en España por Editorial GRAÓ por primera vez en 2006 y reeditado posteriormente. 

Este libro, breve pero acertado, está enfocado fundamentalmente a maestros y profesores que se inician en la profesión docente. Aún así, merece la pena su lectura por todos aquellos docentes que reflexionamos sobre nuestro modo de enseñanza -el acto pedagógico- en un momento donde la burocracia, las leyes educativas y los alumnos plantean necesidades diversas y contrapuestas. 

El libro parte en su primer capítulo de una disyuntiva artificial: se puede al mismo amar la disciplina que impartes y querer al mismo tiempo a tus alumnos. No hay porqué elegir. Es preciso mantener el equilibrio entre una exigencia en "el saber" de la materia y una docencia centrada en ayudar al alumno tanto en la comprensión como en su motivación. 

En capítulos posteriores, el autor critica la maquinaria burocrática a la que estamos sometidos los docentes, pero a su vez, recalca que la responsabilidad última recae en cada profesor. Aún así, la escuela es siempre un proyecto del conjunto de profesores. Es por ello necesario, embarcarse en proyectos de centro donde se motive a enseñar y aprender tanto a docentes como a alumnos. Una crítica evidente a la tendencia creciente de proyectos no centrados en el alumno sino en la organización del centro educativo. 

Traslada por otro lado su opinión al respecto de la desmesurada demanda de eficacia por parte de la escuela a través de evaluaciones internacionales y estadísticas que acaban condicionando el acto pedagógico. Los indicadores de éxito de un proyecto educativo no siempre se pueden medir. Las calificaciones y la asimilación de la escuela al mundo empresarial no pueden terminar con los objetivos de una deseada escuela inclusiva: "Enseñamos haciendo lo mejor que podemos, en el seno de los dispositivos institucionales que se nos proponen (...) Pero el acto pedagógico no puede estar programado por nadie".

En los capítulos finales analiza la, para él abusurda, disputa del alumno como centro del sistema. Motivar al alumno en el trabajo no debe estar reñido con la puesta en marcha de un trabajo exigente. Una exigencia que no tiene porque verse menoscabada a través del acercamiento a la cultura del alumno, a aquello vinculado a sus intereses. Porque trabajar con la máxima exigencia, en todas las tareas y asignaturas, significa dejar de lado ese modelo de escuela que promueve una cultura superficial que termina olvidándose.

Al respecto de la disciplina escolar sugiere unos principios básicos a seguir: "preparar minuciosamente el trabajo, cuidar el entorno, mantenerse firme con las consignas, encontrar la manera de que cada cual tenga su sitio en la empresa colectiva". 

Finaliza el libro reflexionando sobre el concepto de escuela como institución que no sólo transmite conocimientos sino que forma también ciudadanos. Una escuela que ayuda al alumno a renunciar a estar en el centro del mundo. a argumentar, a buscar la verdad, a respetarse mutuamente. Una escuela inmersa en una sociedad democrática que ayude al alumno a pensar por sí mismo y a aprender a "hacer en sociedad". 

Termino con un pasaje dedicado a los llamados profesores "utópicos por vocación": "(...) nuestro trabajo consiste en convencer a nuestros alumnos, contra toda fatalidad, de que un futuro diferente es posible. Un futuro en el cual, gracias a que habrá conseguido aprender, podrá comprender mejor y comprender el mundo, y así asumir, prolongar y subvertir su propia historia". 

LADRONES DE TIEMPO

lunes, 9 de marzo de 2015
¡Qué bonito es hablar de nuevas tecnologías y niños trinlingües! ¡Qué fantástico hablar de valores y solidaridad preparando a los alumnos para un mundo competitivo! ¡Qué bien lo hacemos todo pese a los chavales y padres de hoy día que nos han tocado por suerte!

deberes tiempo escolares
Estas podrían ser las exclamaciones en una escuela cualquiera. Una de esas escuelas que bebe los vientos de una supuesta modernidad malentendida. Una modernidad con abundantes citas para enmarcar, mucho gurú educativo y poco cambio real. Escuelas donde abunda la autocomplacencia y escasea el debate interno y público porque las críticas no son bien recibidas. 

Y a la postre, ¿para qué vamos a la escuela? ¿no era para ser felices? ¿o seguimos siendo una mera extensión del taylorismo educativo? Parece que la felicidad, la ausencia de tensión en las familias a causa de los deberes escolares, el estrés por los exámenes o la obsesión por las notas desde los 6 años, no tienen importancia alguna. Que la escuela siga robando tiempo de calidad de padres o madres con sus hijos parece ser un asunto menor. 

Me apena, me agobia y me rebela la poca importancia que se le concede al tiempo libre de los niños. El escaso debate que hay en los colegios al respecto. El inmovilismo basado en una supuesta teoría de la importancia del hábito en los alumnos a base de unas tareas escolares repetitivas y que son motivo de castigo. Todo ello, es además otro factor que acentúa el fracaso escolar en las clases sociales más desfavorecidas. 

Mientras tanto, muchos siguen sufriendo en la intimidad ese hurto continuo del tiempo de sus hijos y con ellos. Un hurto que podría ser catalogado de delito social por los sufrimientos gratuitos ocasionados. Un hurto sin sentido: sólo produce desmotivación en el alumno, estrés en las familias y un hacer las cosas porque hay una sanción o para cumplir el trámite. ¡Lo fácil que sería plantear tareas voluntarias y personalizadas! ¡Lo gratificante que resulta programar actividades motivadoras contando con la opinión de los alumnos! Caer en el libro de texto, en unas fotocopias y en unos ejercicios con solucionario para el docente, es cómodo, pero no cumple nuestro objetivo principal: alimentar la curiosidad por el aprendizaje.

No es difícil soñar con una escuela donde los niños cuando terminan su jornada pueden jugar con sus amigos o disfrutar de la compañía de su padres o hermanos. Más bien, es cuestión de proponérselo. Afortunadamente ya hay propuestas serias que van por este camino: Horitzó 2020. Tal vez algún día se acabe esta sisa continua...


Nota del autor: mi agradecimiento público a Isabel González (por sus palabras de ánimo.

EL PROFESOR BLANDENGUE

sábado, 7 de marzo de 2015
Las moderneces tienen cosas buenas y malas. Las buenas son muchas, claro: que si el trabajo en red, que si un mayor acceso a la información, que si el desarrollo de nuevas metodologías de aprendizaje, que si sistemas de evaluación alternativos… Entre las malas, que también las hay, está la consolidación de una especie que parecía estar abocada a la extinción en este mundo educativo cada vez más materialista y cuantitativo: el profesor blandengue.

Porque profesores blandengues siempre los hubo, por supuesto, pero parecían tener los días contados. En un sistema educativo plagado de reválidas, de pruebas externas, de etiquetajes y prejuicios quién se iba a imaginar que los profesores blandengues resistirían a tal frenesí normativo. Pues sí, con sus malas artes han resistido y amenazan incluso con abrir brecha.

No obstante, parafraseando a El Fary, hay colegas que detestan al profesor blandengue. Ese profesor que tiene un exceso de aprobados en su materia, que deja la puerta abierta y arma jaleo, que no manda deberes para casa, que infla notas, que cuenta su vida a los alumnos, que organiza actividades lúdicas, que evalúa no sólo con exámenes…

Porque hay profesionales en la enseñanza que confunden exigencia con exámenes complicados o con deberes repetitivos. Porque existe la creencia de que hay que sufrir en el aula desde bien pequeños a través de fichas, redacción de cuadernos o sin salirse del libro de texto. ¡Hay que terminar el temario!

Parece que el profesor blandengue no pega palo al agua. Parece que se lo pasa bien y que conecta demasiado con sus alumnos. Incluso algunos creen que no tiene conflictos con sus alumnos o que hace dejadez de funciones. A veces, de hecho, el profesor blandengue parece incluso defender a su alumnado ante la manada docente. Y por ahí sí que no se pasa, claro. Esa es la línea que nunca debe cruzarse.


Nota: artículo redactado a seis manos con los blandengues de Ramón Paraíso y Jaume Sans tras conversación tuitera.

ALUMNOS Y CIUDADANOS DE SEGUNDA

viernes, 6 de marzo de 2015
Parece una costumbre demasiado arraigada la que nos concede a los docentes la potestad de valorar y tratar al alumno como una persona con menor capacidad de raciocinio o unos derechos inferiores. Sí, es cierto que el alumno está en fase de crecimiento personal y su educación formal está aún inacabada. Pero no es menos cierto que, los docentes, pese a una edad que nos otorga supuestamente un grado de madurez, juicio o sabiduría, estamos también en un aprendizaje y crecimiento continuo.

alumnos ciudadanos democraciaPedir la opinión a los alumnos y dejarles decidir cuestiones relativas a su aprendizaje (contenidos, actividades, evaluación...), es un ejercicio poco habitual en nuestras aulas. Evidentemente, hay cuestiones sobre las que el docente debe guiar o emitir un juicio basado en la experiencia. Aún así, es también obvio que no medimos muchas veces al alumno como a nosotros mismos. ¿Preguntamos al alumnado sobre el tipo de tareas que prefieren? ¿sobre nuestro modo de dar las clases? ¿sobre su conciliación de la vida académica y personal?

Por norma, no confiamos en el criterio del alumno. Injustamente nos quedamos a menudo con la muestra en lugar de con la mayoría. Un alumno disruptivo, inmaduro o asocial parece que sea la norma en la adolescencia o juventud actual. Se debe preguntar y escuchar más al alumno; muchos se sorprenderían. ¡Practiquemos la democracia en el aula! Si como docentes no somos capaces de adaptar nuestra mirada a la realidad del alumno, impediremos la empatía y la conexión con el alumno. Una conexión que se sabe fundamental para lograr el aprendizaje. Nadie puede obligar a nadie a atender en clase ni es posible  tener un aprendizaje significativo de un modo forzado.

Por otro lado, los profesores exigimos presuponiendo unas competencias, pero a su vez no concedemos unos derechos comparativamente iguales al alumnado. Todo ello sin tener en cuenta además nuestras continuas imperfecciones profesionales: ¿somos igual de puntuales a la hora de presentar documentación en nuestro centro? ¿trabajamos en equipo y coordinadamente con nuestros compañeros? ¿aceptamos de buena gana la valoración o crítica de otros compañeros o equipo directivo? ¿somos igual de exigentes con las formalidades en nuestro trabajo diario? ¿profundizamos en nuestra materia más allá de un libro de texto o algún que otro vídeo? Porque ni los profesores somos perfectos, ni los alumnos son unos irresponsables por definición.

Nuestro trabajo es desbordante y exige una intensidad continua y diaria, pero ello no quita tener siempre presentes las circunstancias personales, madurez, edad o motivaciones del alumno. Cada alumno, de mayor o menor edad, tiene unas ideas propias que merecen ser escuchadas. A través de esta escucha provocamos la reflexión y la crítica del alumno de tú a tú. Porque el sistema del sermón no suele dar resultados. Bajarse de la tarima o salir de la mesa del docente es más que saludable.

photo credit: Hello via photopin (license)
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