Más allá de las competencias digitales o de la cacareada necesidad del conocimiento de metodologías activas, hay actitudes llenas de sentido común o comportamientos presumiblemente normales que, incluso en un tiempo donde nos llenamos la boca con terminología inclusiva, parecen brillar por su ausencia. Me refiero al trato hacia el alumnado. Observo con cierta pena la mirada despectiva hacia chicos o chicas que, por el hecho de ser personas inmaduras o con poco interés para ciertos adultos, no son tenidos en cuenta o tratados con el aprecio debido.
Todo esto viene a colación de un comentario de una alumna; así como a ciertas opiniones escuchadas en conversaciones domésticas. Nada científico, desde luego. Leo con simpatía las siguiente líneas de una alumna valorando el curso actual: "(...) es genial tanto dentro del aula como fuera cuando deja la bici". La anécdota, obviando la dudosa genialidad de un servidor, viene de la importancia que le da el estudiante a ser saludado o iniciar una conversación informal fuera del aula. Puede parecer (o tal vez lo sea) una idiotez esta anécdota, pero si la encajamos con otras situaciones donde el alumno se nos torna invisible en cuanto cruza la puerta de su clase, o donde normalizamos los comentarios despectivos o desafortunados hacia estudiantes con problemáticas o comportamientos complejos, tal vez no sea para ellos tan irrelevante una actitud amable y considerada en público o en privado. Por mucho que sea el incordio, la falta de educación o la paciencia infinita a la que nos obliga a menudo la enseñanza.
En los estudios postobligatorios, como es en la Formación Profesional (a excepción de la FP Básica), damos por supuesto una voluntariedad en la asistencia y unas ganas por aprender por parte del estudiante. Sin embargo, bien sabemos que la realidad es bien diferente; en las aulas nos encontramos personas más o menos maduras, con distintas edades o recursos personales, con motivaciones y capacidades diversas. Lidiar con esa marabunta es complejo y difícil de llevar si no empatizas con esas mentes dispersas con prioridades habitualmente ajenas a nuestra realidad familiar o profesional. Y no hablo de permisividad ni dejadez de funciones, ni mucho menos. Me quedo con intentar recordar esa misma simpleza que nosotros un día traspirábamos cuando no éramos tan serios ni responsables como ahora. Además, ese incordio martilleante no quita de ningún modo un buen trato.
Hay docentes que, sin conocer cómo son dentro del aula, puedes casi asegurar, por su trato o comentarios, qué tipo de profesionales son; sin entrar a valorar sus competencias técnicas ni esas titulaciones que engordan nuestros currículums y alimentan egos. En un mundo laboral donde la tendencia es acreditar todo tipo de competencias y resultados de aprendizaje, tal vez no sea tan difícil remarcar la necesidad de tratar con normalidad a los demás, sin suficiencia y con un lenguaje afectuoso, desde la exigencia pero con el respeto debido. Y si metemos la pata, como suele ser también normal, disculparnos sin problema alguno. No importan los certificados, las canas ni el linaje. Ser normales con los demás, aunque pueda sonar políticamente incorrecto, es hoy día un valor añadido. Por suerte, he tenido, y tengo cerca, buenos modelos de esa normalidad.
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