El ser humano parece que necesita sentir que caen chuzos de punta para ponerse a resguardo y levantar la mirada. Incluso podría afirmarse que las personas nos distinguimos de los animales por nuestra naturaleza desagradecida. Luego vienen los que gustan de compararse y ver mayores dichas en todo lo que acontece a sus semejantes más cercanos. Comparaciones que, por supuesto, nos dejan en mal lugar frente a esa prosperidad infinita y no merecida que creemos disfrutan los otros.
Sin embargo, no somos muy aficionados a la comparación con todos aquellos que sufren necesidades básicas o que viven instalados en la incomodidad. Nos creemos infalibles profesionalmente o con un sueldo inapropiado; pensamos que tenemos jefes manifiestamente mejorables o que nuestro espacio de trabajo es indigno a nuestro estatus. Nos gusta imaginarnos en las oficinas de Google con futbolines y máquinas expendedoras de zumos frescos; con horarios flexibles y a nuestra medida así como con permisos retribuidos de todo tipo y una carrera meteórica repleta de bonus. Pero no vemos todos los que se estrellan ni las excesivas horas semanales que hacen en muchas puestos de trabajo; ni los sueldos ridículos, ni la temporalidad, ni el largo etcétera de circunstancias precarias que padecen miles de personas en un mercado laboral que apisona sin complejos aunque trabajes 12 horas diarias.
Nos han vendido las bondades del emprendimiento desde un sillón orejero acolchado donde supuestos audaces acaban buscando un sueldo fijo en la función pública -lo cual no es de extrañar visto el panorama- protestando por los impuestos que los sustentan. Por eso es vital escuchar a los que emprenden jugándose sus activos, haciendo más horas que un reloj e instalados en la incertidumbre financiera. Aquí también serviría eso del "busque, compare y si encuentra algo mejor..." siga trabajando que nunca se sabe; los contratos indefinidos pueden acabar como el lince ibérico.
Todo infortunio llega sin avisar. Que se lo pregunten a los desdichados ucranianos. Al igual que se nos abren los ojos cuando sentimos cerca esas desgracias, podríamos dejarlos así, sin cerrar, para seguir preparados ante la que nos puede caer encima. No se trata de ser pesimista ni amargarse la existencia. Puede que en el futuro mantengamos el estatus o incluso lo mejoremos, pero, no cabe duda, que todo es susciptible de empeorar en cualquier momento. La buena noticia es que también podemos, en cierto modo, estar preparados para ello: eliminar susceptibilidades, añadir profesionalidad y pensar en los objetivos comunes de las organizaciones, son buenos ingredientes para comenzar.
La archifamosa resiliencia se trabaja comparándonos con todos aquellos que sufren ahora o han padecido penurias en el pasado. Es valioso ponderar mis supuestas necesidades vitales con aquellos que tienen poco o nada; que no se pueden permitir estudios o no encuentran trabajo por razones de edad o crisis políticas y económicas. Qué importante leer sobre historias duras del pasado reciente o noticias de actualidad que nos pasan desapercibidas como si fuésemos intocables. Y que poco nos comparamos con los que las protagonizan.
La escuela es un buen espacio para educar desde la congruencia personal. Dar lecciones desde cierta comodidad se vuelve pueril cuando no viene acompañado de implicación y autocrítica con lo que hacemos diariamente. Ya hay jóvenes que pregonan lo mal preparados y la poca actitud que tienen los más jóvenes. ¿Pero no son ellos también jóvenes? Y no nos miramos al espejo, ni atendemos a nuestras pequeñas miserias, ni nos comparamos con aquellos que trabajan y se esfuerzan con denuedo tanto por responsabilidad social individual como por ganas de progresar personalmente. Benditas comparaciones.
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