Me permito publicar íntegramente, en esta nueva entrada de mi blog personal, el discurso que Nuccio Ordine estaba preparando para recibir el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades de este año. Con la finalidad de que su mensaje no se pierda entre la maraña que la actualidad y las redes tejen para mantenernos distraídos. Un discurso que condensa su visión humanista y social de la escuela frente a la deriva de una educación centrada en la competitividad y utilidad del conocimiento.
Lamentablemente, ya no está entre nosotros para seguir dando luz a esa travesía sin fin por donde vagamos los educadores. Al menos, aunque no podamos seguir escuchando su apasionada, experta y afectuosa voz, nos quedan todos sus libros publicados en España por la editorial Acantilado. Sigamos leyendo y recomendando sus libros a cualquier compañero o compañera; no solo como homenaje a su memoria sino como recordatorio de nuestras prioridades profesionales.
Gracias, Nuccio Ordine.
Majestades, Altezas:
En primer lugar, quisiera felicitar a los ilustres galardonados y agradecer sinceramente a los miembros del jurado la generosidad con que me han otorgado este prestigioso premio. Un galardón que para mí es un honor y que me hace especialmente feliz también por una razón afectiva ya que, en la categoría de Comunicación y Humanidades, tres distinguidos maestros de la cultura europea, además de tres grandes amigos míos que a lo largo de los años fueron desempeñando un papel muy importante en mi vida y en mi formación intelectual, ya recibieron este premio: me refiero a Umberto Eco, Emilio Lledó y George Steiner. Tres ilustres eruditos, pero sobre todo tres grandes maestros, queridos por sus alumnos a los que cautivaban no sólo por sus conocimientos, sino también por su enciclopédica curiositas y su auténtica pasión por el saber y la transmisión del conocimiento.
En una época en la que el papel del profesor ya no tiene la dignidad económica y social que tuvo antaño, pensé inmediatamente en dedicar el Premio Princesa de Asturias a esos maestros que, en silencio y lejos del foco mediático, especialmente en los países más pobres del mundo, cambian la vida de sus alumnos. De hecho, cada día, en una lejana choza africana o en una necesitada población iberoamericana o en un colegio situado en la periferia de alguna ciudad de Calabria, se produce un pequeño milagro: gracias a sus maestros, a millones de niños se les brinda la inestimable oportunidad de educarse, de aprender, de adquirir aquellas herramientas necesarias para transformarse en mujeres y hombres libres y dar ese salto cultural y social haciendo nuestra sociedad más humana, más solidaria y más igualitaria.
En abril, al haber sido invitado a la Feria del Libro de Bogotá, tuve la oportunidad de visitar los míticos lugares de la infancia de Gabriel García Márquez: en Aracataca, en Cartagena de Indias, en Barranquilla y en las fincas bananeras de Prado Sevilla redescubrí muchas piezas que ayudaron a componer el rompecabezas de las mágicas Macondo relatadas por Gabo en sus extraordinarias novelas. Allí viví una experiencia humana e intelectual inolvidable: con la ayuda de mis colegas de la Universidad del Magdalena en Santa Marta, visité un pequeño pueblo palafito en la laguna de Ciénaga. A dos horas en barco de tierra firme, muchas familias de pescadores viven en Buenavista. Entre las casas coloridas, suspendidas sobre el agua, se encuentra también la escuela pública.
El encuentro con los niños en esas aulas austeras y soleadas, pero rebosantes de vida, me resultó especialmente conmovedor. Vi en los destellos de sus miradas y en sus sonrisas festivas las esperanzas y los miedos, los sueños y las dificultades de quienes se preparan para afrontar la aventura de la vida. Me trajeron a la memoria mis primeros años en la escuela primaria cuando, en mi pueblo natal, al no haberse construido aún la escuela, unos maestros habían convertido unas habitaciones de sus propias casas en improvisadas aulas.
Desde 1964 hasta 1967, la escuela pública se reducía a una habitación en la vivienda de mi maestra Ofelia Brancati. Aquellos escasos metros cuadrados encerraban casi toda mi vida: mi profesora, mis libros, mi compañero de pupitre y mis compañeros de clase. Fue allí donde, por primera vez, experimenté la alegría de aprender, la pasión de mis primeros amores, el misterio y el carácter indispensable de la amistad. Allí empecé a cultivar mis sueños: a planificar mis primeros viajes físicos e imaginarios y a pensar en una vida más allá de los estrechos confines de mi lugar de nacimiento. Al haber nacido en un pueblo sin librerías ni bibliotecas, en una casa sin libros y de padres que no habían tenido la oportunidad de cursar estudios de secundaria, sin la escuela pública, sin la Universidad pública y sin mis profesores, seguramente no habría llegado a ser lo que soy hoy en día.
La fundación en la década de 1970 de la Universidad de Calabria en una de las regiones más pobres de Italia permitió a miles de jóvenes estudiantes locales acceder a una educación superior de la que nunca habrían podido disfrutar. Por eso, tras décadas de neoliberalismo en las que los continuos recortes en la financiación de escuelas y universidades han hecho peligrar gravemente el papel y el futuro de la educación pública, he dedicado gran parte de mis energías humanas e intelectuales a defender la función esencial de la educación para el futuro de la humanidad. No puede haber ni mérito ni justicia en una sociedad que no brinde a todos una educación digna del nombre de Don Milani, quien, tras dedicar gran parte de su vida a la educación de los niños pobres, escribió que "no hay nada más injusto que hacer partes iguales entre desiguales".
En una sociedad en la que se les dice a nuestros jóvenes que deben estudiar para aprender un oficio y ganar dinero, en una sociedad en la que el desprecio por el saber se alimenta de la peligrosa creencia de que sólo el dinero garantiza la dignidad humana, la función de una enseñanza auténtica adquiere un papel aún más esencial. Desde hace más de veinte años, leo a mis alumnos la famosa carta en la que Albert Camus, pocos días después de haber sido galardonado con el premio Nobel, le da las gracias a su maestro en la escuela municipal de Argel, Louis Germain: sin él, sin la mano tendida del maestro hacia el pobre niño, Camus nunca se habría convertido en el escritor que amamos y admiramos:
Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero me ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Un abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus
Los médicos y los profesores no desempeñan una profesión, sino que ejercen una vocación que tiene un valor civil y social extraordinario, ya que su aventura intelectual afecta decididamente a los dos pilares fundamentales en que se sustenta la dignidad humana: el derecho a la salud y el derecho al conocimiento. Pero hay más. Las políticas neoliberales llevadas a cabo durante décadas han promovido unas reformas nefastas que han contribuido a convertir ya escuelas, universidades y hospitales en todo el mundo en corporaciones
y a supeditar cada vez más la investigación científica y la educación a las necesidades del lucro. A estas alturas, a nadie le sorprende que en los hospitales y en las instituciones educativas se considere a los pacientes y a los estudiantes, e incluso se les llame, sin avergonzarse, clientes.
Carl Gustav Jacob Jacobi, uno de los matemáticos más ilustres del siglo XIX, conocido por la brillantez de sus descubrimientos, en una carta enviada el 2 de julio de 1830 al matemático francés Adrien-Marie Legendre reitera que la ciencia sólo puede tener un sentido noble si está libre de toda presión mercantilista y utilitarista: En esta hermosa expresión, "el honor del espíritu humano", podría cifrarse la difícil tarea que incumbe hoy a quienes enseñamos en escuelas y universidades: hacer comprender a nuestros alumnos que uno no estudia para ganar dinero, que uno no investiga con ánimo de lucro, y que la aventura del conocimiento sólo adquiere su más noble función cuando se pone, gratuita y desinteresadamente, exclusivamente al servicio del "honor del espíritu humano".
("Es cierto que Fourier pensaba que el objeto principal de las matemáticas era la utilidad pública y la explicación de los fenómenos naturales; pero un filósofo como él debería haber sabido que el único objetivo de la ciencia es el honor del espíritu humano").
Se trata indudablemente de una tarea difícil en una sociedad en la que cada gesto, cada acción, cada palabra se considera sensata sólo si produce beneficios. En una sociedad en la que se considera cada vez más que el tiempo está al servicio de la producción y la ganancia, leer un poema de Rilke, escuchar un concierto de Mozart, admirar un cuadro de Caravaggio significa "perder el tiempo". Dicho de otro modo, dedicarse a actividades "improductivas" significa malgastar los días cultivando conocimientos y placeres "inútiles". Se trata de una lógica perversa que encuentra su máxima expresión en el neoliberalismo voraz, en la ideología de un productivismo exasperado al servicio exclusivo del beneficio. Se trata de una tendencia que está haciendo peligrar el futuro de los saberes humanísticos (literatura, música, filosofía, arte y ciencia básica) y de las instituciones (escuelas, universidades, centros de investigación básica, museos y excavaciones arqueológicas) que fueron creadas ante todo para defender el valor en sí del conocimiento y de la cultura, con independencia de toda lógica mercantil y de lucro.
Aplicar modelos de negocio al mundo de la educación, del patrimonio artístico, de la investigación científica y de la cultura en general entraña un riesgo cada vez más evidente, es decir, convertir en negocio unas actividades que por naturaleza encuentran su vocación más noble en la búsqueda de lo gratuito y lo desinteresado, por tanto, lo que los utilitaristas identifican injustamente con "lo inútil". A lo largo de una década, algunos periodistas y muchos lectores me han ido preguntando cómo se podían defender esos valores tan "a contracorriente" en una sociedad que se mueve de forma vertiginosa en dirección contraria. Una forma educada de señalar mi ingenuidad y mi anacrónico papel de defensor de causas perdidas. Me gustaría responderles con las mismas palabras que Joyce, en su Ulises, pone en boca del profesor Mach Hugh: Siempre fuimos fieles a causas perdidas. El éxito para nosotros es la muerte del intelecto y de la imaginación".
No es posible imaginar un futuro si "el punto más alto de la mentalidad coincide con la expresión ‘el tiempo es oro’". Defender causas perdidas significa defender una visión del mundo noble e ideal que se considera irrealizable. Sin los defensores de causas perdidas, la humanidad no habría alcanzado esos importantes logros que la han hecho más humana. El proyecto político de Nelson Mandela y de Martin Luther King nunca podría haberse hecho realidad si no hubiesen alimentado sus sueños arriesgando sus vidas y su libertad. Así es como dos soñadores fueron capaces de hacer posible lo imposible. Promover una lucha en defensa de los derechos humanos y civiles de los afroamericanos,
a ojos de muchos en una sociedad envenenada por el racismo, podría haber parecido una pretensión ilusoria.
Al igual que hoy, la lucha contra la desigualdad en un mundo en el que sólo el 1% de la población acapara el 82% de la riqueza puede parecer ilusoria. Muchos clásicos nos han dejado grandes ejemplos de personajes catalogados como idiotas o locos por el simple hecho de defender ideales y valores considerados inalcanzables. Precisamente las "gloriosas derrotas" del Quijote nos enseñan que a través de la pasión por los ideales podemos dar un sentido noble a nuestra vida.
De la misma manera, Fiódor Mijáilovich Dostoyevski dibujó uno de los personajes más conmovedores de la literatura universal: el idiota, que da título a la famosa novela, encarna en su sencillez humana unos valores que contrastan marcadamente con la sociedad rusa de la época, con una burguesía impregnada de feudalismo. El príncipe Myshkin hubiese
querido salvar al mundo con la belleza ("La belleza salvará al mundo" [III, 5] es la expresión que le atribuye Rogožin), con su "compasión", con su ética dotada de una fuerte carga utópica. Las humillaciones y las derrotas no le desaniman. Al contrario, al hacer que su "alejamiento" de los valores imperantes sea cada vez más "subversivo", le confieren —al
margen de su capacidad para influir concretamente en la realidad— un aura aún más noble y humana a ojos de aquellos —pocos o poquísimos— que saben apreciarlo: "¡Adiós, príncipe! Por primera vez he visto a un hombre" [I, XVI], exclama Nastasya Filíppovna.
Así, cuando pronunciamos la palabra "idiota" podemos señalar, como ocurre en casi todas las circunstancias, a un tonto o, por el contrario, a un "ser especial", capaz de testimoniar a contracorriente con palabras y acciones subversivas, los límites de una sociedad basada en el egoísmo. Dicho de otro modo: sólo cuando "vivimos para los demás", cuando asumimos el dolor y el sufrimiento de la humanidad sacrificando "el [nuestro] yo a los hombres", vivimos auténticamente para nosotros mismos. Son estos mismos sentimientos los que despierta también otro célebre personaje, Pierre Bezukhov en Guerra y Paz de Tolstói, cuyo idealismo, unido a su generosidad, lo hizo pasar por un idiota inepto en los salones aristocráticos de la época.
Por eso en las escuelas y universidades necesitamos a profesores-salmón que, navegando a contracorriente, conviertan las aulas en laboratorios donde se critiquen los falsos valores dominantes en nuestra sociedad. La escuela y la universidad no se crearon para formar soldaditos al servicio de la producción y el consumismo, sino que se crearon sobre todo para combatir el pensamiento único y desarrollar el pensamiento crítico. Las escuelas y las universidades deberían formar a ciudadanos heréticos, capaces de pensar por sí mismos y de rebelarse contra el egoísmo rampante, el racismo y el antisemitismo, contra un capitalismo voraz que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres y a la clase media y que, en nombre del beneficio, está destruyendo también nuestro planeta.
Tras la hermosa ceremonia de esta tarde y respaldado por el prestigioso Premio Princesa de Asturias, estoy seguro de que entre los lectores iberoamericanos y españoles (gracias también a los esfuerzos de la editorial Acantilado, de Sandra Ollo, y de mi querido amigo y traductor Jordi Bayod), los defensores de las causas perdidas irán aumentando. Y espero que también tengamos nuevos adeptos entre los distinguidos invitados reunidos en este teatro. Tenía razón Oscar Wilde al escribir que "un mapa del mundo que no contenga el país de la Utopía no merece ni siquiera que le echemos un vistazo".