Pasan los cursos y las vacilaciones e incertidumbres sobre el ejercicio de nuestra docencia parece que no se inmutan. Los años de experiencia no siempre significan una mejora, desafortunadamente, para esa mayoría de profesores que tenemos constantemente que hacer y deshacer prácticas en nuestra enseñanza porque los resultados no son los esperados o no acabamos de estar satisfechos del todo.
Seguimos replanteándonos la evaluación y los exámenes que esta conlleva, la valoración de las competencias, la motivación de los estudiantes, la metodología o los dispositivos tecnológicos que utilizamos. Luego está el estéril debate de aquellos que nos quieren iluminar con la importancia de los contenidos frente a los que nos acusan de falta de inteligencia emocional. ¡Cómo si no tuvieran importancia ambos asuntos!
El debate se contamina cuando no diferenciamos entre los alumnos más pequeños de los más maduros, de aquellos que están en Primaria frente a otros que pueden estar cursando la ESO, FP o el Bachillerato. Y seguimos sin tener demasiado en cuenta las evidencias y las reflexiones de aquellos que se dedican a investigar sobre los diferentes métodos de enseñanza y la importancia de ciertas prácticas que redundan en un aprendizaje más óptimo.
Que el rigor no está reñido con la flexibilidad ni con las pantallas ni con los intereses del alumnado. Que el temario está para ser exigido pero no para aletargar las mentes durante largas jornadas escolares donde la desconexión con el docente es la norma. Que la digitalización en inevitable pero solo cuando aporta un valor añadido a nuestras explicaciones o libros de texto: porque motivan, incrementan la productividad, mejoran los contenidos o ayudan a adquirir nuevas competencias. Y seguimos, veinte años después, con los fans de las TIC y los que las aborrecen; incluso algunos ya están pensando en volver al aula de informática de antaño (quizás no sea tan mala idea para los más pequeños); obviando que la competencia digital docente debiera ser tan básica como saber leer y escribir.
Continuamos protestando por la vagancia de los estudiantes o su falta de concentración; pero seguimos sin "perder" tiempo en explicar cómo se toman apuntes, cómo se estudia o cómo se redacta adecuadamente. Seguimos condensando exámenes en unos pocos días agobiados con las correcciones y con el fin principal de calificar y calcular unas notas que a toda prisa ponemos en la plataforma de turno. Pero, ¿nos preguntamos si han aprendido tras esos exámenes? ¿nos sirven o les sirven para mejorar? ¿hacemos feedback o los guardamos a toda prisa para que no los fotografíen?
La quemazón parece afectar a muchos más compañeros que de costumbre. La falta de motivación intrínseca se plasma en bajas laborales o en un estancamiento profesional que acaban padeciendo los alumnos. La pandemia, las exigencias de las familias, la burocracia o imposiciones para parecer que innovas, el descrédito social... todo suma en un curso agotador donde la mayoría hace lo que puede y lo que sabe. Y en lo que (no) sabe está la solución. O eso creo. Siempre podemos saber más. Siempre tenemos herramientas nuevas para afrontar mejor el curso y nuestra enseñanza. Las ganas se nos presumen, y bien que las demostramos, pero hay margen de mejora. Y esa es la buena noticia.
Sin embargo, con la excepción de esos docentes entrañables y sabios que siempre dan con tecla correcta, todos podemos mejorar, cambiar y desdeñar las malas prácticas que arrastramos o replantearnos otros modos de enseñar y aprender. No se trata de elegir entre la instrucción directa y el aprender haciendo, ni entre la disciplina militar y la anarquía ingenua; cada centro, cada curso y cada alumno son diferentes, al igual que nuestros compañeros de los que aprendemos (por falta de tiempo) menos de lo que debiéramos, ¡y mira que tenemos buenos modelos a mano!
De cualquier modo, siempre nos quedará la lectura para buscar ese progreso en nuestra enseñanza. Y no hablo de hacer cursos sobre herramientas, dispositivos o modas educativas manidas. Tenemos a nuestra disposición decenas de recursos donde se reflexiona y se investiga sobre educación; blogs como el de Juan G. Fernández donde traduce, reseña y desgrana libros de interés para la práctica docente en el aula; libros como los de Héctor Ruiz Martín, para aprender sobre cómo aprendemos; o muchos otros autores que nos inspiran desde las redes: Fernando Trujillo, Marta Ferrero, Toni Solano, Carlos Magro, Bea Galán y otros muchos más que se atreven a opinar con amabilidad y mostrar su trabajo.
Ya sufrimos bastantes cenizos en educación para convertirnos en uno de ellos. La crítica está a la orden del día en todos los sectores, y nosotros estamos expuestos a los alumnos y sus familiares, medios de comunicación, y a la sociedad en general. No podemos abstraernos de todo ello, pero sí podemos capear ese temporal demostrando la profesionalidad que atesoramos, con afecto y demostrando que nuestra labor educativa tiene fundamento; más allá de nuestras particularidades y de la diversidad con la que convivimos.