La diversidad de opiniones puede ser una fuente de riqueza si contamos con personas con conocimientos y experiencia. Sin embargo, aún en estos casos, acostumbramos a caer en las manos de la ocurrencia o en esos dichosos brainstormings que supuestamente nos dirigen hacia la creatividad. Confiamos en exceso en nuestro sexto sentido o de ese ingenio del que creemos estar dotados. Los de verbo fácil llevan la iniciativa y los más observadores se aburren en un silencio voluntario por modestia, cansancio o falta de impulso ajeno. Y el reloj digital sigue corriendo.
Cuando te encuentras con un experto real en una materia concreta, te maravillas, no solo por su elocuencia, sino por la visión y sabiduría que transmite. En el mundo educativo, el ruido mediático, las percepciones personales, los intereses comerciales, la ideología, los likes o las paridas enlatadas en stories, cuentan mucho más que la otras razones basadas en el conocimiento. Pisar el aula nos puede dotar de argumentos, pero no siempre la experiencia nos hace competentes del todo. Desafortunadamente, la exigencia de las clases nos impide una formación pedagógica más completa o un conocimiento más preciso de las normas que regulan nuestra profesión. El tren hace tiempo que se marchó de la parada pero andamos oteando el horizonte en lugar de pedir un cabify y continuar el viaje hasta donde nos lleve la razón.
A menudo despotricamos de las leyes que afectan a la educación, ya sea con un nuevo sistema de formación profesional, o con un decreto que regula tardíamente la organización de los centros, entre otras cosas. No obstante, por distintos motivos, no siempre somos lo diligentes que debiéramos ser a la hora de estar (in)formados o aprovechar los recursos que tenemos. El pasado nos paraliza el futuro. El ser humano, además de buscar lógicamente su comodidad, tiene querencia hacia ese pasado donde la existencia era presuntamente admirable. No sé. Observo que damos demasiadas vueltas a lo mismo, buscamos culpables, o nos enredamos en lo no importante. Incluso optamos por el mejor no meneallo de Don Quijote, no sea que empeoremos o alguien se moleste. La coartada donde todo lo anterior era mejor dejará de servir cuando no haya un ayer diferente.
Ahora que suspiramos por la inteligencia artificial, donde hay tantas opiniones como posibilidades tecnológicas, lo trascendente debiera seguir siendo qué y cómo debemos enseñar mejor a nuestros alumnos para que sean buenas personas y profesionales relevantes. La IA, queramos o no, se impondrá (esperemos que con una regulación exquisita); solo nos queda protestar y exigir a nuestros gobernantes que, si no pueden poner puertas al campo, al menos que defiendan los derechos de la fauna que lo habita. Puede que lleguen los nanobots antes de que nos dejen jubilarnos; así podremos pensar millones de veces más rápido de lo que ahora lo hacemos. ¿Qué enseñaremos en el aula? ¿Aprender a convivir, socializar, moralizar...? ¿Una escuela para crear lazos y relaciones tangibles en un mundo que se ha vuelto virtual? Tal vez la clave, ahora que se impone el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, sea dejar una marca de tolerancia y solidaridad en los que nos suceden; sin imposiciones ni esa suficiencia que marca y rebota a muchos jóvenes desencantados con un sistema que está defectuoso según su entender. Dicen que la felicidad propia se encuentra en los otros.
Es hora de exigir la expulsión de lo anodino de las aulas. Exigir esfuerzos, en un clima que destila agotamiento, es todavía más extenuante. Aún así, el ánimo, el conocimiento y la curiosidad, debieran ir de la mano de algún modo para hacer frente a la sinrazón, al lucro egoísta, y servir de contrapeso a los que despotrican del sistema sin mojarse. La culpa siempre la tienen los demás. Será difícil navegar y no caer al agua, en esa corriente que nos arrastra, sin el coraje, la generosidad y el conocimiento que merece un cambio de época que viene anunciándose desde hace lustros. Y ya está aquí.
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