Ante el maremagnum que ya se avista sobre el uso de la Inteligencia Artificial en la educación, valdría la pena poner (para variar) algo de cordura antes de tratar de implementarla o atosigar al profesorado sobre su uso. No sea que nos ocurra lo mismo que con la fiebre de implementación de tabletas, pizarras digitales interactivas o cualquier otra formación digital que caduca al poco tiempo de ser implementada. Pero, ante todo, tener claro todo lo que NO será capaz de llevar a cabo ese ente, denominado Inteligencia Artificial (IA), en nuestras aulas y con nuestros alumnos. Al menos hasta que nos tornemos cíborgs o evolucionemos como especie.
La IA nunca será capaz de alternar estrategias de enseñanza según el día, la hora, la motivación de los estudiantes o la materia de cada clase. Adaptarse y flexibilizar la hora de clase, midiendo el ambiente de clase, está solo al alcance de docentes humanos. Por no hablar de captar la atención, promover el diálogo y escuchar con verdadero interés las preocupaciones de los estudiantes. Dudo que podamos disponer de una inteligencia artificial que evite la disrupción, los conflictos, el desapego a la escuela o la pesada mochila (no solo física) que porta cada alumno.
La IA no debería tampoco ser decisiva en la evaluación y promoción de un alumno. Hay ciertos imponderables que, tan solo el docente, su tutor o tutora, son capaces de valorar pese a la ayuda que puedan ofrecernos los datos cocinados por algún software de inteligencia artificial. Los peligros que conllevan estos programas pueden perpetuar los sesgos sociales de origen como un efecto secundario de esa eficiencia a la que aspiramos con el uso de algoritmos.
La IA, al igual que los buscadores actuales, ofrece respuestas y soluciones a (casi) todo aquellos que le planteamos. Sin embargo, todo el razonamiento que hay detrás de cada aportación, no puede ser asimilado sin lecturas o un estudio previo. La IA es eficiente solo si deseamos formar autómatas como mano de obra principal. La distopía puede estar más cerca que nunca con una reducida franja de la población bien educada, en las artes y la ciencias, sin un uso intensivo de la tecnología; y una mayoría ofuscada con una formación exclusiva en el uso de herramientas digitales para colaborar en el mantenimiento de esa automatización imperante que nos acecha.
La IA no educa o deseduca. Poner la responsabilidad de la educación en unos algoritmos diseñados por corporaciones empresariales no parece una buena idea. Y la moral importa. En tiempos de desinformación, donde es fácil creernos cualquier tipo de publicación manipulada, es necesario ese nuevo realismo que combate las estupideces de las redes gracias a la filosofía o el arte. Si permitimos programar con IA, evaluar solo con IA o segregar con IA, acabaremos embruteciendo a la población. La originalidad y la autenticidad en la creación de contenidos acabará siendo algo extraordinario.
La IA no ofrece el afecto que se merecen los alumnos. Nada sustituye el aliento o el consuelo del docente. Sin el apoyo personal y la compañía del profesorado perpetuaríamos un modelo basado únicamente en la eficiencia donde la inclusión pasa a un segundo plano. Los cientos de datos (muchas veces inútiles) de nuestras hojas de cálculo calificadoras serán poca cosa en comparación a los millones de datos que cada estudiante producirá a lo largo de su trayectoria educativa. Citando a Freire, en sus "Cartas a quien pretende enseñar", las cualidades de un docente son insustituibles por máquina alguna: la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal...
La IA solo será fructífera si nos permite eliminar esa burocracia educativa que nos impide atender mejor al alumnado. Si nos echa una mano para crear o diseñar tareas que son costosas en cuanto al tiempo que precisan: elaboración de exámenes, tests, comunicados, ejercicios, prácticas, etc. Solo si la inteligencia artificial nos aporta ese tiempo insuficiente del que ahora disponemos para atender a cada alumno y alumna, será realmente transformadora la IA a nivel educativo. La ilusión o el asombro por estas nuevas tecnologías no pueden empañar el sentido último de la educación: la humanización de las personas.
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