HARTAZGO EN LAS AULAS

miércoles, 7 de febrero de 2024

 


 

La sensación de hartazgo parece poblar las aulas. Actualmente, no solo los docentes, sino también el alumnado, tienden a expresar con mayor frecuencia su descontento; ya sea por un ambiente difícil en el aula, aprendizajes considerados como irrelevantes, los comportamientos disruptivos, la burocracia creciente o cualquier otro de esos elementos que sobrevienen en un sector profesional complejo por la diversidad de personas que participan en el mismo. 

 

Para más inri, nos centramos en señalar a la tecnología como uno de los culpables máximos de todo este desaguisado que solo ocasiona malestar y esa sensación de inutilidad de una escuela que hace lo que buenamente puede. Centramos el debate en el móvil sí o no, ahora ponemos o quitamos portátiles, y en breve pasaremos a discutir sobre si bloqueamos la conexión a Internet. Todo sea por vivir en paz... O eso pretendemos. Sin embargo, dudo que la solución a todos esos males o la respuesta a las quejas incesantes se resuelvan con un apagado digital. 

 

Los docentes manifiestan un estrés creciente, y no parece ser una cuestión generacional. Según el último Barómetro Internacional de la salud y el bienestar del personal educativo, más de la mitad de los docentes considera muy o bastante estresante su trabajo desde el inicio del curso escolar; casi el 50% a menudo, muchas veces o siempre, sienten desequilibrios en su vida profesional y personal o no duerme adecuadamente. Y lo mismo ocurre con la cantidad de docentes que manifiestan limitación en las actividades diarias por motivos de salud (principalmente a causa de fatiga, trastornos mentales o del sueño y depresión). Al menos, casi tres cuartas partes del profesorado, se sienten cómodos con las herramientas digitales y consideran que facilitan su trabajo; pese a que casi la mitad consideran que es fuente de conflicto en las relaciones con el alumnado. Aún así, ¿es la tecnología el causante de la causa? No lo creo.


En mi opinión, seguimos mareando la perdiz en el mundo educativo. Entiendo que es necesario un análisis profundo de todo ese malestar docente que también observamos habitualmente en nuestro alumnado. Ya sea una cuestión de salud mental, que se nos escapa a la gran mayoría de docentes, o una consecuencia de la evolución de la sociedad; debiéramos comenzar a investigar y establecer medidas que no deterioren todavía más las relaciones con la escuela. Los desafíos son cada vez mayores y la sensación de inacción es evidente. Nos movemos por percepciones y ocurrencias. Seguimos en el aula con recetas caseras tratando de abordar problemáticas que nos superan. La inclusión, la diversidad, el bienestar emocional y los cambios curriculares, no hacen más que complicar una profesión de por sí compleja. Y los medios disponibles todavía son insuficientes o mal gestionados; y el enfoque profesional que a veces planteamos tampoco favorece los objetivos de la escuela. Unos objetivos en entredicho que debieran considerar, sin duda alguna, el crecimiento personal, social y emocional de todos los alumnos. 

 

Podemos hacer comedia sobre lo blandas que son las generaciones actuales, pero no caemos en la cuenta del agobio o el cansancio que arrastran colegas más o menos experimentados. Nos quejamos de los estudiantes que se quejan y sin embargo criticamos con frecuencia las medidas que se toman en los centros educativos o desde las administraciones públicas. La congruencia no es nuestro fuerte. Hemos perdido la vara de medir. No sabemos relativizar en una sociedad con más recursos que nunca pero con unos niveles de insatisfacción crecientes entre los jóvenes. Predicamos mucho sobre la resiliencia, pero no hemos dominado las herramientas para desarrollarla. El mensaje o el mensajero se han perdido. Los verbos agradecer y valorar no se conjugan con asiduidad.


Tal vez ayudaría tener una visión común de lo que debe significar la escuela para nuestros hijos y alumnos. Suena demasiado utópico. Seguimos discutiendo entre la indudable importancia de los conocimientos, mientras unos desdeñan los valores que debe transmitir la escuela o minimizan las contrariedades que otros sufren. Corremos el riesgo de caer en una renuncia silenciosa donde el único desarrollo profesional docente va unido a terminar cuanto antes la jornada laboral. Y el hartazgo se va espesando. Familias, alumnado o docentes a disgusto con un sistema educativo que no cumple sus promesas ni expectativas. Se protesta tanto de saberes poco prácticos o nada significativos como de un exceso de orientación temprana hacia la competitividad laboral. Andamos mareados.

 

Al igual que con el calentamiento global, ya estamos padeciendo las consecuencias de un clima escolar que se vuelve sofocante con mayor frecuencia. No advertimos lo suficiente la necesidad de unas leyes educativas consensuadas con rigor y sin arbitrariedades, en un clima político y social que no anticipa nada bueno (hasta la elección de una insípida canción de Eurovisión causa disgustos). Nos queda, a los optimistas entre los que me encuentro, seguir el pensamiento que habita en la frase atribuida por algunos a Eduardo Galeano: 

Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.

 

Foto de Wesley Tingey en Unsplash

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