Cuando inicias la docencia no eres consciente de la sucesión de cursos que están por venir. Lo habitual, si comienzas a una edad temprana y aún eres un veinteañero, es arrancar con energía y replicando ese modelo que has vivido recientemente como estudiante y trasladando las pocos o muchos conocimientos que hayas podido adquirir en el controvertido Máster en formación del profesorado. Y la carrera docente es larga, además de tener sus altibajos.
El ímpetu inicial suele ir menguando con los años, no así siempre la vocación, si es que fue una variable fundamental para elegir como profesión la enseñanza. La entereza, por fuerza de la edad, también decrece y tras varios lustros es normal sentir cierta fatiga frente a unos alumnos que nunca envejecen. Durante esos primeros años, a pesar de la determinación, la juventud es atrevida y motivo de muchas meteduras de pata, impertinencias o excesiva suficiencia. Rodearse de buenos compañeros y profesionales suele ser una buena cura para las imperfecciones que vienen de serie. Sin embargo, hay quienes prefieren mantenerse en sus trece y mantener una misma marcha seguros de su competencia; no dejan espacio al avituallamiento, pretenden llegar a la meta con las mismas facultades y no tienen necesidad de mejora.
Los fuegos de artificio también nos espolean profesionalmente. Ahí están los premios, méritos, trienios o sexenios, cargos, o esas redes sociales que nos pueden confundir y no tomar la ruta adecuada. Todo dependerá de la necesidad de autobombo, la ambición o la esplendidez personal. Incluso hay quien toma el atajo para seguir ejerciendo sin apenas horas de aula, alejado de los alumnos o buscando negocios alternativos donde ejercer como alquimista: obtengamos más ingresos a cambio de menos horas lectivas. Todo legal, desde luego.
El grupo que marcha en cabeza es mayoritario. Pese al sinfín de vueltas dadas, siguen a pie de pista; con sus bajones y alguna que otra pájara física o mental, sin despotricar y atentos a las necesidades de sus estudiantes. No todo van a ser mejoras personales. También se preocupan por la situación de sus estudiantes, colaboran con sus colegas y sienten la escuela como un lugar propio. No están de visita con la mirada puesta en su cronómetro, sino que atienden al reloj oficial también cuando no les conviene. Saben lo que cuesta emprender cualquier proyecto o iniciativa en favor del aprendizaje. Se forman y entrenan pese a las limitaciones o los coaches de turno que alimentan mitos educativos.
Lamentablemente, hay quienes no dejan la carrera y buscan atajos con tal de llegar a la línea de meta sin los esfuerzos correspondientes. No parecen entender que falta una larga distancia para alcanzar el final. No son conscientes de la agonía que supone, para los demás y para uno mismo, tratar de acortar una carrera con medidas ajustadas. Cuestión aparte es la falta de salud u otras circunstancias personales forzosas que nos sobrevienen a lo largo de la vida y nos impiden mantener un ritmo.
El prodigio sucede con aquellos con más de treinta años de carrera, traspasados los sesenta, y a pie de pista. Ofreciendo aliento. Dando ejemplo de entereza, compartiendo y animando a los que por detrás venimos con la lengua fuera; conscientes de las malas épocas personales o profesionales y con la misma mirada sobre esos siempre jóvenes alumnos. Estos, ni ahora ni antes, son mejores o peores; tal vez distintos. Vamos perdiendo fuelle o motivos para llegar hasta el final. El empuje que nos queda es hacer mejores a aquellos que nos acabarán relevando.
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