¿Los alumnos aprenden a pesar nuestro? Entiendo que sí. Lo que no quita importancia a la labor del profesorado a la hora de estimular el aprendizaje o facilitar la comprensión de la materia abordada. Luego viene nuestra tarea evaluadora donde, supuestamente, con los instrumentos de evaluación seleccionados nos centraremos en medir de un modo objetivo el aprendizaje alentando el progreso personal del estudiante. La confusión viene cuando centramos nuestros esfuerzos en el cálculo de esa calificación final que conlleva una evaluación sumativa al uso y nos dejamos en el camino esa competencia de ser curioso y buscar el aprendizaje a lo largo de la vida. Quizás sea esta última la competencia clave en el desarrollo personal y profesional de cualquier alumno.
Los imponderables que brotan como setas a lo largo de un curso son numerosos. Y, el propósito de objetividad y aliento antes aludidos, no siempre encuentra su horma en la práctica docente. Podemos programar e incluir decenas de instrumentos evaluadores, o diseñar extensas interminables hojas de cálculo, pero, de nuevo, todo ello no garantiza el aprendizaje de los estudiantes. Incluso, a menudo, obstaculizan nuestra práctica docente con innumerables cálculos de escasa utilidad y nula trascendencia en el comportamiento del estudiante. Ese desglose pormenorizado de criterios de evaluación, con decenas de subapartados y porcentajes, poco significan para un alumno que, al fin y al cabo, suele acabar fijándose únicamente en su calificación final. La fuerza de la costumbre de nuestro sistema escolar. ¿La alternativa? Diseñar menor numero de actividades de aprendizaje pero con una mayor profundidad y ofreciendo siempre la oportunidad de revisión y reentrega por parte del alumnado. Hablamos de la famosa y discreta evaluación formativa que sigue lidiando en las aulas para hacerse un hueco en ellas: checklists, rúbricas, revisiones entre pares, buenas preguntas en clase, feedback efectivo, etc.
Luego, en cada etapa educativa, la evaluación de las competencias a las que aluden las distintas normativas la lleva a cabo el profesorado decidiendo si se han logrado los objetivos y en qué grado se han adquirido. El problema o el error vienen cuando confundimos evaluación con calificación; siendo esta solo una parte y centramos nuestras prácticas en la nota final (muy típico en el Bachillerato). Además, podemos incurrir en prácticas injustas cuando planteamos nuestra evaluación basada en unas pruebas finales que, si luego son superadas con éxito, tenemos la obligación de reflejar la nota obtenida en el boletín correspondiente. Incluso, en lugar de ser objetivos con los logros alcanzados, minoramos esa calificación en función al esfuerzo que atribuimos al estudiante o nos atrevemos a valorar su actitud a lo largo del curso como parte de esa calificación "objetiva". Por no mencionar las minoraciones de las calificaciones por cuestiones formales, ortográficas o gramaticales (eso debiera evaluarse aparte y nunca de modo que reste en la puntuación final) o esos exámenes que se archivan sin haber sido corregidos y revisados junto a los alumnos (¡qué oportunidad perdida!). Incluso damos importancia a cuándo se han adquirido las competencias, parece que importa más el momento que el cómo y en qué grado, y nos atrevemos a minorar la nota obtenida hasta el suficiente si se realizan las pruebas durante las convocatorias extraordinarias.
Por tanto, para ser justos y no caer en esas valoraciones subjetivas y sin fundamento pedagógico, los distintos tipos de pruebas escritas u orales así como las actividades de enseñanza-aprendizaje, deben diseñarse para reflejar el grado de adquisición de las competencias perseguidas. Si basamos la evaluación (y la calificación) en una única prueba escrita, luego no podemos aducir ningún otro motivo para no aplicar la nota obtenida en el expediente del alumno. Como antes mencionaba, quizás el problema sea que no vemos la evaluación como un proceso de mejora continua, y tenemos solo como referente esa imagen ideal del estudiante que trabaja desde el primer día, no molesta en el aula y resuelve bien sus exámenes. Nada nuevo bajo el sol. Los impertinentes, inquietos, despistados, impacientes, nerviosos... son presa fácil de nuestro afán devaluador, a pesar de que sean buenos resolviendo exámenes. Y así ocurre al contrario, dentro de nuestro conductismo heredado, con los sosegados, dóciles, silenciosos o reservados; son víctimas de nuestra complacencia calificadora mientras no molesten.
Concluyendo, entiendo que el complejo proceso evaluador debiera ir diseñado desde el primer día hacia la autonomía del estudiante y la valoración objetiva de la adquisición de las competencias descritas; más allá de una serie de notas finales obtenidas principalmente de la mano de pruebas escritas o de esas incidencias donde solemos únicamente reflejar problemas de comportamiento para justificar una reducción de la calificación final. En las etapas diferentes al Bachillerato, como en la FP o en la ESO, las notas no suelen tener tanta trascendencia; es por ello que no tiene sentido incidir y hacer el eje de nuestra docencia desde el principio en unos múltiples porcentajes para su cálculo. Centrar nuestros esfuerzos en un aprendizaje significativo y conectado con el estudiante, además de la empatía que se nos supone según la edad del alumno o alumna, son la mayor garantía de unos buenos resultados académicos.
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