Todos los inicios de curso suelen ser cuesta arriba. Independientemente del ánimo que cada uno o una tengamos, no hay comienzo escolar donde el cúmulo de tareas pendientes no se tropiece con las consabidas horas de aula en las que se supone debiéramos enfocar nuestros esfuerzos para enseñar del mejor modo posible. Programaciones, proyectos incipientes, nuevos estudiantes, compañeros distintos, actualizaciones técnicas o cambio de módulos... y, ahora, para más inri, una nueva normativa que pretende transformar el sistema de Formación Profesional con muchas incertidumbres y pocas orientaciones prácticas hacia adonde debemos avanzar. Un septiembre bien intenso.
Si ya andabas agotado, profesionalmente hablando, todo esta retahíla de modificaciones que se están sucediendo no son más que una nueva gota en ese vaso vital que rebosa en muchos docentes. El problema de las modificaciones que debemos afrontar no solo viene de la falta de comunicación que sufrimos, que añade más rechazo a los cambios impuestos; sino más bien es una consecuencia de tratar de digerir esta transformación de la FP para cumplir con la papeleta y dejar, si es posible, todo como estaba. Y, si te estabas ilusionando con una nueva etapa, puede que la realidad en la pizarra o el taller te desespere más de la cuenta. Los cambios parecen venir de la mano de nuevos obstáculos que acabamos salvando más por obligación que por convencimiento.
Luego, la cotidianidad del aula nos absorbe. Parece que no hay tiempo ni para ánimos ni para desánimos. Unos estallan incapaces de digerir tanta intensidad, mientras que la mayoría se resguarda en un trabajo donde, además de un sueldo fijo, tenemos unas condiciones laborales dignas (a pesar de las nulas mejoras que arrastramos desde hace lustros). Plantillas envejecidas, empeoramiento en el acceso a la jubilación parcial o anticipada, alta rotación del profesorado, complejidad creciente del alumnado, exigencias técnicas crecientes (digitalización, metodologías, idiomas...); todo suma para dar la razón a aquellos que no son optimistas con el panorama que se divisa en la enseñanza profesional.
Mientras, por otro lado, gustamos de escuchar mensajes grandilocuentes sobre el éxito de la Formación Profesional: alta empleabilidad, matriculación en crecimiento, nuevos títulos, aumento de plazas, etc. Y, sin embargo, ¿en qué nos afecta todo ello al profesorado?, ¿más trabajo y más estudiantes? ¿nuevas problemáticas y exigencias? Demasiados interrogantes con respuestas no demasiado ilusionantes cuando no van acompañadas de información práctica y medios para afrontar la conversión del sistema de FP.
El motivo de este artículo viene de una anecdótica encuesta lanzada en las redes donde la mayoría del profesorado de FP dice afrontar con agobio y/o desmotivación este inicio de curso. Y no me extraña por lo que intuyo a mi alrededor. Hemos caído en la trampa de no cuidar ni valorar aquellas variables que más influyen en una buena educación: formación adecuada del profesorado, tiempo para un trabajo en equipo, recursos para introducir cambios de un modo paulatino, mucho más debate y una reflexión individual y conjunta que nos concilie mínimamente.
Ahora, aparte de estresarnos lo justo y necesario para cumplir con la normativa, nos queda vivir el calendario académico pensando en aquello que puede realmente transformar el aula. Idear y proyectar clases donde lo más importante es esa alumna o alumno sentados enfrente nuestro. Son ellos los que, pese a la intensidad que destilan, los únicos que ofrecen motivos para entender la importancia de la educación. Todo lo demás tendrá su importancia, pero lo realmente esencial son ellos; más todavía en una sociedad donde muchos no encuentran su sitio o tienen a la escuela como su único resguardo. Y no. No es buenismo. La edad pesa, los estudiantes incordian, el papeleo te consume y la utopía se distancia como no estés en forma. Y los más jóvenes también se empapan del aliento que perciben.
Corremos el peligro, como siempre, de permanecer pasmados en nuestra parcela o buscar un hueco donde la misantropía nos acomode fuera de aula. O, por el contrario, podemos ver cada jornada como un día que podemos conducir a nuestro antojo junto a unos acompañantes que nos escuchan más de lo que creemos y al lado de unos colegas que sufren las mismas complicaciones y que pueden ser un buen punto de apoyo. Indudablemente, estamos sujetos a imperfecciones y a un sistema al que nos acoplamos con excesiva docilidad y escasas interferencias. Y no hablo solo de quejarse o no quejarse en público o en privado. Seamos valientes en nuestras propuestas y busquemos ese bien común que ayuda a hacer escuela.
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