La resaca de recuerdos golpeaba a la familia cada Navidad desde hacía veinte años. Estas Navidades, con una cifra redonda que tornaba la memoria aún más afilada si cabe, Carla volvería a escuchar la historia que le había acompañado desde su nacimiento.
Carla debía su nombre a la abuela paterna. Una mujer que vivía al día pero soñaba cada segundo. Una mujer resolutiva tanto en su trabajo como en su casa; nada dada a muestras de cariño pero que exhalaba una preocupación desmedida por sus dos hijos; un desvelo que parecía reflejar justo lo contrario a un carácter seco en el que sumergía a los demás. Atisbaba una jubilación parcial que le permitiría seguir estudiando psicología en la universidad de adultos y dejar de lado ese estrés laboral que monopolizaba su tibia calidad de vida con un salario que no alcanzaba una cuantía razonable. Carla avistaba ya una vida donde recorrería los paisajes de sus novelas favoritas o podría remolonear en la cama junto a un despertador enmudecido.
Carla nunca llegó a escuchar la palabra abuela de los labios de esa niña que iba a ser su primera nieta y que nació un veinticuatro de diciembre del año dos mil veinte. Falleció justo cuatro meses antes de su nacimiento; entubada en la misma UCI del hospital donde había trabajado los últimos veintitrés años como auxiliar de enfermería. El color verde hospital de su uniforme le acompañó hasta el último instante de una vida donde la necesidad, más que la vocación, le permitió ser agradecida con la profesión que le ayudó a valorar la salud de los suyos.
Carla era sensible a la historia de su familia. Llevaba con orgullo el nombre de su abuela. Era sabedora de todos los padecimientos de ese annus horribilis en el que la Navidad había quedado mal aparcada para siempre en muchas casas. Su padre, año tras año, durante estas dos últimas décadas, se había ocupado de celebrar con ella la vida de su madre. Carla no era un número más para ellos. Era una persona, única y especial, que se marchó sin poder despedirse.
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