Más allá de las ideologías de cada uno, entiendo que una gran mayoría estamos de acuerdo en que la profesionalidad es una característica deseada cuando solicitamos un servicio. No importa que sea un servicio de hostelería, una cura de enfermería, la reparación de un vehículo o la instalación de un electrodoméstico. Es clave aclarar la definición que la RAE hace del término profesionalidad: Cualidad de la persona u organismo que ejerce su actividad con capacidad y aplicación relevantes. Y me atrevo a subrayar lo de relevante como el adjetivo que incide en el conocimiento y en un saber hacer excelente. Justo lo contrario de lo que implica la mediocridad con la que nos topamos con demasiada frecuencia.
Si nos reparan a destiempo un calzado no entramos en cólera, a lo sumo nos irritamos de un modo pasajero. Si me sirven la comida fría me disgusto con el camarero y puede que no vuelva más a ese establcimiento. Si no me instalan adecuadamente la fibra óptica en casa resoplamos y comenzamos a abrir incidencias con el servicio de atención al cliente. Si la profesora de mi hijo no atiende a mis correos me mosqueo con ella y protesto ante la dirección del centro educativo. Si reparan mal mi vehículo y puedo ocasionar un accidente, el cabreo ya es mayor y comienzan las reclamaciones formales. Si no me escucha la doctora en la consulta salgo disgustado; y no te digo si además yerra el diagnóstico. Llegan los pleitos.
Somos muy exigentes con los servicios que nos prestan. Más aún si hay un pago de los mismos tras ser suministrados. Todos demandamos puntualidad, exactitud, buenos modales y ese buen hacer que suele venir de la mano de la experiencia y los conocimientos técnicos de los profesionales que nos asisten. No es raro que te pregunten: ¿Conoces un buen pintor?, ¿o un profesor particular?, ¿o una dentista?, ¿o una psicóloga?, ¿un taller recomendable? Pedimos consejo de alguien que haya contrastado la profesionalidad de esa persona en su sector; esté más o menos saturado en cuanto a su oferta.
Por todo ello, cuando nuestros estudiantes de FP protestan ante las exigencias del docente, ya sea por la puntualidad, la minuciosidad, la estética de sus tareas, los modales que manifiesta o los conocimientos demostrados, debemos hacerles ver esa necesidad de profesionalidad como un valor que los diferenciará del montón de supuestos profesionales que destacan por la dejadez o la ineptitud a la hora de prestar un servicio. Ahora, con un mercado laboral menos tensionado, podemos caer en la tentación de no ser exigentes ante una mayor facilidad a la hora de encontrar trabajo o la supuesta habilidad de algunos de convertirse en millonario sin demasiadas complicaciones. Craso error que pagamos todos.
Si antes me detenía en esos empleos de carácter técnico, donde la importancia de un trabajo mal efectuado tiene una importancia relativa, imagina qué ocurre con esos otros puestos de trabajo que tienen mayores responsabilidades. La exigencia sobre aquellos que nos gobiernan o nos dirigen, en las empresas o desde los organismos públicos, debiera ser aún superior. Reclamar que tengan profesionalidad, que sean sobresalientes en sus capacidades y en la aplicación de las mismas en su trabajo, parece estar en desuso desde hace demasiados años. No es un mal de la juventud actual. Cualquiera puede liderar o conducir una entidad si tiene buenos padrinos o es capaz de vender hielo a los esquimales. Incluso la fotogenia, el estilo personal, la habilidad para medrar, la ambición o la juventud pueden ser los factores más valorados en ciertos puestos de responsabilidad. Si tienes cierta edad eres un cascado o si no tienes colegas influyentes olvídate de promocionar.
Ahora, con la que está cayendo en una situación catastrófica en Valencia, recordamos la importancia de esa profesionalidad de quienes dirigen los asuntos más esenciales de nuestras vidas: la seguridad, la salud, la educación o el empleo. Todos queremos estar gobernados por personas que trabajen con esmero y con la profesionalidad que merecen sus cargos. Hemos caído en la insustancialidad, en la fachada, en las etiquetas, en la calidad mal entendida y en los procesos que solo acreditan títulos y certificaciones hechos para cumplir ante el público. ¿Dónde queda esa profesionalidad exigible a cualquier técnico, asalariado, empleador, funcionario o dirigente? Con las buenas intenciones se puede subsistir, y, desde la autoexigencia, debemos reclamar esa competencia a la que aspiramos y que, sin duda alguna, es posible de la mano de los muchos profesionales que no solo ofrecen ganas sino altas capacidades para desempeñar unas responsabilidades de las que otros dependemos.
Como leía recientemente en un artículo de prensa, los nuevo líderes provienen de personas con un perfil alejado del ansia de poder; sin ego, adaptables, que saben hacer bien su trabajo y contribuyen a sus equipos. Personas que han demostrado sus logros en otros lugares y que probablemente dejarán su huella de profesionalidad allí donde recalen. Una aspiración que resulta trasladable a los técnicos, cargos intermedios o directivos que ofrecen sus habilidades no solo a cambio de un salario o de un prestigio, sino también en aras de un bien común.
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